miércoles, 3 de diciembre de 2008

Páginas pavistas

“Dibuja, el niño, escribe, hace sus primeras letras, sus primeras figuras, y es como cuando el hombre primitivo comenzó a miniar la roca de la caverna. Su caligrafía salvaje (en todo niño hay un salvaje perdido) y sus dibujos tienen el temblor de una primera delineación del mundo.


[...]


Ceramista el niño, artesano anónimo, pertenece al gran gremio de la infancia y nada más. Tiene el estilo párvulo, que es el más puro de los estilos, y de ninguna manera es un naif, como Rousseau no lo era ni pensó nunca serlo. Todo niño, sí, es un salvaje que echa de menos su tribu, que se ha perdido en la jungla de los adultos. Y esas señales que va dejando mi hijo en el papel, en la pizarra, ese rastro de líneas, números y letras, más que un mimetismo de la cultura adulta, es una recreación del mundo desde sus supuestos salvajes, un primer afán de interpretación y entendimiento. El cuatro que dibuja mi hijo no es un cuatro, sino la afirmación de una óptica, una fe de vida. Porque precisamente por moverse en el reino del anonimato, de lo primitivo y comunitario, el niño no hace signos por los signos, sino que los hace por sí mismo, se afirma, se reclama en cada número, en cada letra.


[…]


El adulto hace un cuatro cuando tiene que contar cuatro. El niño, en su cuatro, pone el alma y la vida. Se lo juega todo en cada cuatro, como el hombre primitivo en cada ciervo. [...] El cuatro, para el niño, no puede ser un valor abstracto. Para el niño no existe lo abstracto (ni para el hombre: lo abstracto es una ilusión filosófica de la que ya estamos cayendo). El cuatro para el niño, es una silla o una escalera, no sólo por juego y plasticidad, sino por la sencilla razón de que las sillas y las escaleras existen, mientras que los cuatros no existen.


[…]

El niño y los colores. El otro día se sentó a pintar, con un papel sujeto a una pizarra, y estuve mirando la naturalidad, la frescura, la novedad con que el niño obtiene los colores. No hay inhibiciones para el artista infantil. Pinta y ya está. ‘Si el sol dudase un momento se apagaría’, escribió Blake. Los niños son pequeños soles porque no dudan un momento. Mi hijo se pone ante el papel ignorando que hay siglos de pintura detrás de él. No experimenta el peso inhibidor de la cultura. Acaba de inventar ese ademán, ese gesto, esa manera de pintar. Acaba de inventar la pintura.

Es asombrosa su serenidad, su falta de dubitación, su saber lo que quiere. Pinta, colorea, dibuja, moja el pincel aquí y allá, lo mueve sobre el papel con ligereza y libertad. No importa lo que hace ni si lo hace bien o mal. Importa esa maravillosa libertad del niño, la ligereza mental que le permite apoderarse del mundo sin esfuerzo. Así hay que crear. Sólo haciéndose como uno de esos pequeñuelos se entra en el reino de la creación artística. Se ha dicho esto muchas veces, pero es maravilloso comprobarlo, vivirlo. El niño pinta como hace música o cuenta, sin prisa y sin pausa (el niño sí que no tiene prisas ni pausas, sino un ritmo natural). Los colores, que son colores industriales de droguería, falsos, le quedan brillantes, vivos, auténticos, valientes, encendidos. El niño es la creación sin angustia. Sólo él crea, dibuja, pinta, sin la angustia del creador, y esto es lo que nos fascina en las obras de los niños, por encima de su consabida gracia: la ausencia de angustia.”


Mortal y rosa, 1975

Francisco Umbral